Relato: Trabajo, Rutina y Autobuses
La melancolía solía inundar su cuerpo, cada vez con mayor asiduidad. Sin saber el porqué, las lagrimas se amontonaban en sus ojos al despertar y el antes dulce café se tornaba en el más amargo elixir que la despertaba del letargo nocturno.
Todo era rutina. El trabajo, la comida, la conversación con los demás. Sentía tristeza y anhelaba un cambio, pero no sabía que clase de mutación necesitaba su vida. Podría ser un deseo oculto de volver hacia el pasado o un ansia tímida de modificar el futuro. Lo único que tenía claro era que el presente no era suficiente y no sabía la razón. Hay personas, se solía decir a sí misma, que tengan lo que tengan siempre sentirán un gran vacío en su interior por razones que van más allá de la simple lógica humana. Se intentaba convencer de que todo cambiaría, que algún día llegaría un equipaje con el que llenar su maleta. Así transcurría su vida, día tras día, hora tras hora...
Un día caminando por los oscuros rincones de San Pablo, se sintió feliz. No había respuesta para contestar a su estado anímico. Pero tenía ganas de vivir. Asustada y contrariada por el nuevo sentimiento, decidió sentarse en un portal. Allí tomó aliento, se tranquilizó y soltó una fuerte carcajada que sorprendió a los viandantes. Pensó y se dio cuenta de que la razón de su felicidad se había colado en su vida sin ser consciente de ello. Aquello que más necesitamos es lo que encontramos cuando ya hemos acabado su búsqueda. La respuesta era él. Estaba empezando a sentir algo extraño. En un momento se asustó, pero ¿Cómo había pasado? Se preguntaba. De un pequeño salto se puso en pie y continuó su camino.
Entró a por su amargó café, pero su sorpresa fue que de nuevo era dulce. Decidió sacar su libreta y concentrándose todo lo que podía, ajena al ruido de la televisión y al humo del tabaco, intentó recordar con todo tipo de detalles cómo había entrado en su vida.
Vio difusamente en su mente la primera imagen. Era un chico normal, no llamaba la atención para nada. Pelo normal, ojos normales, quizá era su estatura lo que más destacaba de él. Recuerda que se fijó en él porque tropezó torpemente antes de entrar en el autobús. Ella siempre había sentido compasión por los patosos, puesto que ella se consideraba parte de los mismos, así de esta manera tan nimia, supo que existía. Pasó el tiempo y coincidían en el autobús, debido a que eran víctimas de un horario similar. No recaía siempre en él. Muchas veces su mirada se perdía por la ventanilla y observaba la vida de Zaragoza. Sus gentes, sus comercios... Otras veces era la mirada cautivadora de otros hombres lo que la distraía y hacía que el torpe patoso no fuera más que otro pasajero anónimo.
Con el tiempo se fue familiarizando con su rostro, con sus manos, con sus tristes ropas y empezó a interesase por él. Esperaba cada jornada encontrarlo en la misma parada, absorto en sus pensamientos. Ella poco a poco empezó a ser consciente de que él tampoco había pasado por alto su presencia, y decidió comenzar un juego. Él no le gustaba, pero se divertía al pensar que podría seducirle. No quería nada con el patoso. Su primera estrategia fue establecer un contacto visual. Hacer que sus miradas se intercambiaran guiños y despertaran la imaginación del contrario. Cuando estaba cerca de la parada, guardaba sus oscuras gafas de sol y sacaba a relucir sus ojos negros. Aquel día, no pudo si quiera verlo, debido al gentío que se amontonaba en la parada. Jugaba el Zaragoza, y los hinchas subían al estadio a rendir homenaje al club de sus amores. La lealtad por el Zaragoza de aquellos hombres, impedía que surgiera la pasión entre ellos. Otro día pensó.
Llegó el verano y con él la dispersión y las vacaciones. Por suerte o por desgracia, dejó de coincidir con el patoso en el autobús. Ella se fue de vacaciones lejos de tierras mañas, allá donde el mar nace y muere. Su verano fue intenso, lleno de emociones, de llantos, de resacas y de besos prohibidos. El viajar que siempre la había llenado, la mantenía impasible. El traqueteo del tren ya no la dormía, sino que la inquietaba. Era incapaz de cerrar los ojos porque se perdía en la oscuridad de su pensamiento y este cada día le daba más miedo.
El periodo estival finalizó. Volvió a la rutina de la que había huido. Este era su primer día de trabajo. En la oficina nada había cambiado. Las plantas seguían en el mismo lugar, sus compañeros sonreían falsamente al jefe con unos dientes blancos que resaltaban con el moreno de sus pieles. Se sentía mal consigo misma, inconscientemente la rabia salía de sus dedos cuando escribía en el teclado del ordenador, las teclas se hundían cada vez más y el ruido se iba incrementando a medida que la tarde avanzaba. Salió del trabajo con las gafas de sol puestas. Se dirigió a la parada del autobús. Ya no recordaba al patoso, este había pasado a formar parte de una lista de cosas inacabadas que tenía olvidada en el fondo del bolso. No obstante, aquel día lo vio de nuevo. La primera impresión fue de extrañeza, de compasión porque de nuevo se cayeron de sus manos un montón de papeles. El viaje en el autobús fue rápido, ya que ella había quedado con su prima para repasar la lista de regalos de la boda de su hermana no demasiado lejos del trabajo.
Tocó el botón de stop del autobús y bajó sin echar la vista atrás, sin acordarse de él. Sin embargo, caminando por San Pablo fue cuando se dio cuenta de todo. Inconscientemente estaba feliz. Y la razón era sin duda la presencia de aquel extraño, de aquel torpe extraño. Un buen rato después, tras la reflexión en el bar, vio como su juego primaveral se había convertido en algo más y que ese hombre despertaba en ella algo diferente a lo que ella preveía en un principio. De un trago se tomó el café, cerró el cuaderno y salió del bar. Había tomado una decisión, al día siguiente hablaría con él en la parada y lo invitaría a tomar un taxi cuyo destino marcaría el viento...
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